Envejecer, hoy en día, nada o poco tiene que ver con lo que significaba hace unas décadas. Los procesos de individualización y urbanización acelerada, las transformaciones culturales y tecnológicas, o los cambios en estructuras familiares, entre otros, son factores que tienen una incidencia directa en cómo vivimos la última etapa de nuestra vida.
Por otra parte, el aumento de la longevidad o alargamiento de la mal-denominada tercera edad, esboza un escenario desconocido hasta el momento. Nos encontramos en el umbral de una nueva época, en la que ya se empieza a vislumbrar un cambio de paradigma, pero que indudablemente nos enfrenta a nuevos retos, tanto económicos y políticos, como sociales.
La soledad no deseada y el aislamiento social de las personas mayores son dos de las cuestiones que últimamente comienzan a adquirir cierta relevancia, y se reconocen como líneas clave de las políticas sociales y sanitarias. La soledad es un fenómeno complejo que, fruto de múltiples aproximaciones teóricas, ha generado diferentes debates a lo largo del tiempo. Si hacemos un repaso muy somero por la historia, y retrocedemos a los primeros apuntes sobre soledad (siglos XVIII y XIX), es el existencialismo, desde la filosofía, la que por primera vez observa la soledad y la entiende como un enigma casi inherente al ser humano, al que toda persona debe enfrentarse en algún momento de su vida.
Desde la psicología no se empieza a abordar hasta bien entrados los años 50, y, de hecho, las investigaciones de carácter empírico, siempre desde una lógica individual, no empiezan a tomar cuerpo hasta los años 80. Todo ello como consecuencia de la aparición de nuevos fenómenos que, en aquella época, generaron algunos cambios sociales importantes como el aumento exponencial de las tasas de divorcio, de hogares unipersonales y de la viudedad durante la vejez.
A principios de los 80, Robert Weiss, uno de los autores más reconocidos en este campo, diferencia conceptualmente, por primera vez, entre la soledad social y la soledad emocional, entendiendo la primera como la falta o insuficiencia de relaciones o sentimiento de comunidad, y la segunda como la ausencia de relaciones personales íntimas o de apego, y abriendo de esta forma el debate, hoy en día todavía vivo, sobre la unidimensionalidad o multidimensionalidad del concepto.
Más o menos en la misma época, Peplau y Perlman, realizan una de las mayores contribuciones en este campo -publicando dos compilaciones en las que se recogen todas las aproximaciones teóricas existentes hasta el momento-, aportan una mirada empírica y asumen la importancia de medir la soledad para poder intervenir y paliar su impacto. De hecho, en esta época se construyen los principales instrumentos de medición.
Ya en el siglo XXI, todavía lejos del consenso respecto al fenómeno, lo que sí es indudable es que la soledad sigue siendo un enigma constante para el ser humano, y juega un papel más que importante no sólo en la construcción y el desarrollo de las personas como individuos, sino también en el de las sociedades.
Las alarmantes noticias sobre los altos porcentajes de sentimiento de soledad en todos los cohortes de edad en Europa, o el hecho de que en España el 9% de la población la padezca con frecuencia, apunta interrogantes sobre la evolución de sociedades como la nuestra, en la que los valores comunitarios y colectivistas han venido siendo, en anteriores etapas de nuestra historia, un sello de identidad.
En tiempos de la modernidad líquida que nos describe Zigmunt Bauman (caracterizada por la inestabilidad, falta de cohesión y precariedad en los vínculos) la soledad ha dejado de ser una cuestión pura y exclusivamente individual, para concebirse como una cuestión social. Su prevalencia y demostrado impacto en la salud y calidad de vida de las personas han generado alarmas e interrogantes, y nos preguntamos cómo construir respuestas desde la acción social y las políticas públicas, ya que no es sólo una cuestión del presente, sino que lo será del futuro.
A nuestro modo de ver, el primer paso es entender el constructo en su complejidad individual y social, como explicamos de forma más extensa en este artículo que se publicará en papel en el próximo cuaderno de la Fundación Grífols i Lucas.