José Augusto García Navarro es Médico especialista en geriatría, diplomado en gestión clínica por EADA y en gestión de servicios sanitarios por ESADE.
En la actualidad es el director general del Consorcio de Salud y Social de Catalunya y miembro del Consejo de Dirección del Catsalut, atividad que compagina con la presidencia de la Sociedad Española de Geriatría y Gerontología.
Ejerce también como evaluador ANEP (Agencia Nacional de Evaluación y Prospectiva) para proyectos de investigación con financiación competitiva, sobre geriatría y gestión sanitaria. Es consultor de servicios sanitarios públicos, y durante su trayectoria ha ocupado diversos cargos directivos en hospitales y organizaciones del àmbito de la salud y la geriatria.
Es profesor colaborador en la Universidad Internacional de Catalunya y en la Universidad de Barcelona, y autor de múltiples publicaciones del ámbito de la geriatría y de la gestión hospitalaria. De forma habitual realiza ponencias en congresos estatales e internacionales en el ámbito de la geriatría y la gestión y planificación sanitaria.
Desde la declaración del estado de alarma por el covid19 no dejamos de escuchar que las personas más vulnerables ante esta situación son las personas mayores. ¿Cómo crees que están tratando esta situación los medios de comunicación? ¿Consideras que se está incurriendo en edadismo? ¿Por qué?
Creo que, efectivamente, hay cierto edadismo, sobre todo a la hora de tratar las noticias sobre el coronavirus. Y también pienso que ha habido una falta de discriminación positiva de las personas mayores en muchos casos por parte de las autoridades.
Ciertos medios de comunicación que viven de las noticias más sensacionalistas han utilizado historias personales complicadas para llegar a algunos segmentos de la población.
Por otro lado, da la sensación de que parte de la prensa, así como de la ciudadanía, ha considerado que es «normal» que una enfermedad como el coronarivus afecte a las personas mayores, restando gravedad al alto número de muertes que ha habido. Esto ha provocado que se normalizara la situación, y que estos hechos no se trataran como lo que son en realidad: una tragedia humana de dimensiones incalculables.
Por otra parte, los medios hemos visto también como se ha vinculado de forma casi exclusiva la mortalidad por coronavirus a enfermedades crónicas previas – que afectan en gran medida a personas mayores – lo que ha contribuido a asociar el impacto del COVID-19 a la evolución natural de su enfermedad. Lo mismo ha ocurrido con las residencias; a base de incidir en un relato que normalizaba el alto índice de infecciones y de muertes en estos espacios, ha llegado un punto en que se ha considerado natural, cuando no lo es en absoluto.
Pero, como decía, el edadismo se ha visto en muchos ámbitos, no sólo en la prensa. Algunas políticas de las autoridades públicas respecto a las personas mayores más vulnerables denota una falta de sensibilidad importante. Desde la SEGG dijimos desde el primer momento que había un subgrupo de población que estaba muy afectado por el confinamiento, como son las personas que sufren demencias, trastornos de comportamiento y otras enfermedades mentales. Estas personas normalmente son atendidas en su domicilio por un único cuidador/a, a menudo sus parejas, también de edad avanzada. Era muy importante que estas personas – con todas las medidas de seguridad necesarias – pudieran hacer paseos diarios para reducir sus trastornos de comportamiento, así como la carga de trabajo de la persona cuidadora, entre otras cuestiones. Lo dijimos, y no han hecho caso de esta recomendación.
Otro ejemplo que demuestra la falta de atención hacia la gente mayor: ahora, que estamos en fase de desescalada y desconfinamiento, se está hablando mucho desde las autoridades sobre la necesidad de hacer frente al estrés postraumático que sufren los profesionales del ámbito sanitario. Estamos de acuerdo, pero no nos podemos volver a olvidar de las personas mayores. No se han activado mecanismos específicos de tratamiento psicológico y médico para las personas que viven en su domicilio, y tampoco para las personas enfermas que iban a centros de día, y que hasta la fase tres de la desescalada no pueden volver. No es normal que no se hayan habilitado vías efectivas y mecanismos para tratar a estas situaciones.
Ahora nos estamos encontrando también que mucha gente mayor tiene miedo de ir al hospital, incluso en casos de enfermedades crónicas graves. Sabemos que hay circuitos en los hospitales diseñados para evitar los contagios del COVID-19, pero las autoridades no lo cuentan, y el miedo persiste. Es muy fácil, y hay que decirlo bien claro: «es absolutamente seguro ir a un hospital».
En conclusión, hay muy poca sensibilidad con un segmento de la población tan vulnerable como las personas mayores, y creo que estamos a tiempo de mejorar la situación desde todos los ámbitos.
Por otro lado, las residencias/entorno residencial también están en el punto de mira desde el principio. ¿Qué opinas sobre el enfoque con el que se está abordando la situación que están viviendo?
Las residencias, antes de la llegada del COVID 19, ya eran centros que necesitaban una mayor financiación para incrementar el personal que atienden a las personas mayores, así como una integración real de servicios sanitarios y sociales. Y esto significa, por ejemplo, que el médico de atención primaria visite las residencias de forma periódica, con el fin de garantizar un mínimo control del estado de salud de las personas mayores. Porque los centros residenciales, a pesar de la creencia de que están bien atendidos a nivel médico, en la mayoría de los casos no es así.
A la hora de valorar lo que ha sucedido en las residencias hay que tener presentes tres factores:
Por un lado, se nos dice que una de las claves para controlar el virus es el aislamiento de las personas infectadas. Pues la mayoría de los centros residenciales no están preparados para ello. Todo lo contrario; las residencias están pensadas para estimular la vida comunitaria.
Otro tema primordial es proteger al personal sanitario y de atención con los equipos de protección individual. Como sabemos, este material ha llegado muy tarde, cuando ya casi todas las residencias estaban infectadas.
Y tercer aspecto: es clave identificar quién tiene el virus mediante pruebas PCR, unos recursos que también han llegado cuando el problema era incontrolable.
Veo muy claro que en las residencias se ha actuado tarde, y esto ha pasado porque el problema se ha identificado tarde. ¿Por qué? Probablemente, porque en el imaginario colectivo del planificador sanitario las residencias es un tema que depende de servicios sociales, no se ha considerado nunca un tema sanitario, hasta que se han dado cuenta de que había un problema.
No niego que pueda haber casos de residencias que no hayan actuado de forma diligente y que puedan haber empeorado la situación. Aquí hay que investigar qué ha pasado y actuar en consecuencia. Pero en la mayoría de los casos las residencias se han dejado la piel y han hecho todo lo posible con los recursos que tenían.
Antes del COVID-19 ya estaban en un nivel de servicio muy al límite, y con la llegada de la pandemia entre un 20 y 30% del personal causó baja. En este escenario, no se encontraban profesionales para hacer las sustituciones, y una de las razones principales es que el convenio colectivo de las residencias es un 35% inferior al del hospital. En el pico de la epidemia los hospitales estaban contratando auxiliares, enfermeras y médicos para reforzar sus equipos y poner en marcha los pabellones deportivos y otros espacios de apoyo.
Por lo tanto, cuando llega el virus, las residencias no están en situación de hacerle frente, y estamos hablando de centros que atienden a personas en situación de alta vulnerabilidad, que están afrontando la última fase de su vida, con una media de siete enfermedades crónicas y que toman 11 medicamentos al día. En este contexto, el coronavirus ha sido imposible de parar en estos espacios.
Sin duda el confinamiento está llevando a muchas personas a sentir la soledad o la falta de relaciones de un modo más agudo que en toda su vida ¿Qué crees que podemos aprender como sociedad de esta experiencia? ¿Cómo crees que afectará al ámbito de la lucha contra la soledad en el futuro?
En general, cuando se hablaba de soledad, y de soledad no deseada, la gente no identificaba bien el problema. A partir del COVID-19, la gente ha visto que la soledad no deseada y, en este caso, obligada por las autoridades sanitarias, provoca efectos nocivos en la salud y la calidad de vida de las personas.
Aunque la sociedad en general no sea consciente, la soledad no deseada afecta a las relaciones de las personas, y a la larga provoca problemas cognitivos y en el estado de ánimo que pueden derivar en ansiedad y cuadros depresivos. No sólo estamos hablando de un problema de socialización, se trata de un problema sanitario, así como de desarrollo personal. Creo que, ahora, esto lo hemos aprendido como sociedad, y la gente será más sensible ante esta problemática.
La compleja situación de emergencia sanitaria en la que nos encontramos hace que las cuestiones relacionadas con los aspectos bioéticos hoy sean claves a la hora priorizar de recursos. En este contexto, hay cierto debate sobre si en algunos hospitales y residencias se ha utilizado la edad de los pacientes como uno de los criterios a la hora de tomar decisiones. ¿Qué piensas al respecto?
La edad cronológica de las personas nunca puede ser un criterio para limitar un recurso terapéutico. Ni un respirador, ni una neurocirugía, ni una cirugía cardíaca, ni un tratamiento para luchar contra el cáncer. Lo que hay que hacer es una valoración integral de la persona y definir su pronóstico vital. Nos podemos fijar en uno de los hospitales de referencia de EE.UU., del Hospital John Hopkins, en Baltimore. En este macrocomplejo hospitalario, con más de 4.000 camas, cualquier procedimiento agresivo a una persona mayor de 80 años – una radioterapia, ingreso en la UCI, una cirugía cardíaca, etc … – siempre va precedido de una valoración de un equipo de geriatría.
¿Qué valoran? Pues principalmente tienen presente tres aspectos: qué pronóstico de años de vida tendrá después de la intervención; su grado de dependencia, y cuál es la carga de enfermedad del paciente, para ver si la intervención le dará calidad y tiempo de vida.
Si una persona de 55 años tiene más carga de enfermedad y más dependencia que una persona de 80 años, la persona mayor accedería al tratamiento por delante de la persona más joven. Es cierto que esto, estadísticamente, es poco probable; ocurre en uno de cada 100 casos. Pero los criterios que deben guiar la atención a los pacientes deben ser estos, nunca la edad.
En España, en el momento de más afectación del COVID-19, los hospitales que recibían más enfermos – como el Gregorio Marañón o La Paz de Madrid, o el Vall d’Hebrón de Barcelona – cuando se tenía que decidir si se ingresaba a un paciente en la UCI, nunca lo hacía un único médico, siempre se ha buscado una segunda opinión, con el objetivo de asegurar que se toma una decisión basada en criterios éticos. Hay que tener en cuenta que estas decisiones son muy delicadas y comportan un grado enorme de responsabilidad. De hecho, es una de las principales causas de estrés en el personal médico durante la crisis sanitaria que estamos viviendo.