“Hace semanas que no salgo de casa”. “Paso sola los días”. “Mi mejor amigo ha muerto”. “Necesito un abrazo”. Estas son algunas de las frases que escuchamos en el contexto generado por la pandemia. Palabras que nos muestran que hoy la soledad no deseada está, potencialmente, tocando el timbre de todas nuestras casas sin guantes, sin mascarilla, a cara descubierta.
Sin embargo, son palabras recogidas por el Observatorio de la Soledad en 2018 en el marco de la investigación La soledad como fenómeno complejo: ciclo vital, pobreza, subjetividad y cultura. Frases reales y cotidianas que profesionales de primera línea escuchan cada día en los domicilios de miles de personas mayores que sienten soledad, que no cuentan con red personal, que pasan semanas sin el calor de nadie, sin la mano de nadie, sin el apoyo emocional de nadie. En muchos casos únicamente de las trabajadoras familiares que dan mucho más de lo escrito en su perfil laboral, proporcionando un apoyo emocional único que deja a la vista todo un campo de soledades y ausencias. De ello también son testimonio las personas voluntarias de Amigos de los Mayores, quienes combaten esta soledad a través de su amistad semana tras semana con sus visitas de acompañamiento emocional, que hoy se han convertido por el confinamiento en llamadas contra el silencio.
Antes de que el coronavirus llegara a nuestras vidas de forma microscópica pero mastodóntica, la soledad se situaba como un problema social cada vez más reconocido y asociado principalmente a las personas mayores (Yanguas, Cilveti y col, 2018) que, por diversos factores internos y externos (Sala, 2019), conviven con la aparición de este desagradable y angustioso sentimiento. Hemos visto proliferar en los últimos años programas contra la soledad, líneas académicas, campañas de comunicación, secretarías o ministerios. La batalla de la problematización andaba algo avanzada antes del coronavirus, y nadie hoy se sorprende al saber que los que han empezado este confinamiento con menos apoyo emocional, con más soledad no deseada, son muchas personas mayores que ya se sentían solas en su día a día.
¿Cómo viven ellas el confinamiento? ¿La pandemia traerá nuevas soledades a nuestra sociedad? ¿Se puede actuar desde la emergencia ante un problema estructural? ¿Qué imagen de las personas mayores tendremos después de esta crisis? Hay muchas preguntas en el aire, sí. Y en medio de esta emergencia será, seguramente, difícil o imprudente responder de forma cerrada a todas. Pero nadie es neutral en un tren en marcha y no podemos caer en la imposición del optimismo de la resiliencia y pensar sólo en qué aprenderemos después de esto. Las soledades preexistentes se profundizan, otras que se perfilan de forma más aguda puntualmente amenazan con estabilizarse. Miremos al camino recorrido, analicemos este mapa de soledades, pues ya acumulamos algunas certezas.
Tiempo de contrastes
En esta crisis se visualizan algunas contradicciones que ya conocíamos, otras que podrían profundizarse. En el informe Soledad y riesgo de aislamiento social en las personas mayores (2018, Obra social la Caixa), en el que se recogían los resultados de una encuesta sobre soledad a diferentes grupos de edad, se indicaba que si bien la soledad se apunta como un problema relevante (sobre todo la de los mayores), son muy pocas las personas que dicen conocer a alguien en esta situación. Este hecho ha salido totalmente a flote estas semanas, con múltiples redes de solidaridad de base surgidas desde el minuto cero para dar apoyo a personas mayores solas (pues se reconoce la problemática), pero con claras dificultades para acceder a ellas por no saber quiénes son, dónde están, cómo contactarlas (pues se desconoce a estas personas o están fuera de los canales digitales que aglutinan estas redes). La inteligencia colectiva es brillante y se han desarrollado tácticas originalísimas para llegar a ellas, pero también se ha visibilizado que, aunque tengamos más conciencia que nunca de la problemática de la soledad, la misma soledad es una brecha abismal para revertirla.
La otra contradicción resulta más cínica. Sabemos que la soledad no deseada, si bien pasa a lo largo de la vida, es más prevalente entre las personas mayores. Si nos referimos a la misma encuesta de la Caixa citada con anterioridad, se indicaba que a partir de los 80 años hay más soledad emocional y social que en cualquier otro grupo de edad (la primera, la emocional, referida al sentimiento de desolación y falta de relaciones significativas; la segunda, la social, al sentimiento de pertenencia a un grupo). Algo que sabemos bien en Amigos de los Mayores, donde el perfil de persona acompañada es, precisamente, el de una mujer de más de 85 años (que además vive sola en un entorno urbano). Paralelamente, en estos momentos de crisis sanitaria la epidemiología ha mostrado que el coronavirus impacta con más gravedad sobre las personas mayores (a partir de los 80 años) y sobre las personas con enfermedades crónicas (algo que coincide en ocasiones).
En consecuencia, el virus afecta más a las personas que potencialmente pueden estar en una situación de más soledad en nuestra sociedad, por lo que las llamadas a su estricto confinamiento -que suponen un mayor aislamiento- coinciden con las personas que precisamente tienen menos red y que tenían más posibilidades de sentirse solas antes del coronavirus. En este sentido, vale la pena aclarar que por “aislamiento” entendemos la falta o existencia limitada de relaciones sociales y por “sentimiento de soledad” la discrepancia entre las relaciones deseadas y las reales. De este modo, si la persona ya se sentía sola, el obligado aislamiento tensa más las condiciones objetivas que aumentaban las posibilidades de sentir esa discrepancia. Y eso, seguramente, lo hemos notado muchos en nuestra propia persona.
Pero, ¿cómo aislarse más cuando ya se está sola? ¿Qué supone esta soledad previa hoy, cuando todos vemos limitadas nuestras relaciones sociales? ¿Qué vidas e historias hay tras los datos?
Regina Martínez Pascual – Observatorio de la Soledad
Puedes leer el resto del artículo aquí