Artículo de Anna Freixas
Gerontóloga feminista
«En la ancianidad, dos + dos no suelen sumar cuatro»
La crisis del coronavirus ha iluminado con una claridad meridiana una realidad que estaba oculta: las condiciones de vida de los seres humanos en la última etapa de su existencia.
Estábamos ensimismados con los tiquismiquis de nuestra pequeña cotidianeidad cuando ante nuestros ojos se mostró, cual el resplandor de un rayo, una realidad descarnada que nos hizo conscientes de que está ocurriendo algo muy grave que nos afecta a todos, individual y colectivamente.
Pronto nos dimos cuenta de que la difícil encrucijada que la vejez plantea no se resuelve ni puede comprenderse aplicando soluciones fáciles y rapidillas y que es urgente e imprescindible que nos pongamos a pensar y diseñar unos cambios estructurales de los que saldremos todos beneficiados. Ante esta realidad sabemos que no tenemos respuestas, aunque disponemos de algunas certezas, justamente aquellas que ponen en cuestión el hacer de la sociedad en todo lo referente a la población anciana. El habitual café para todos con que se ha cocinado el día a día de la asistencia a la vejez sabemos que ya no sirve, porque a mí no me gusta el café y tú lo prefieres con leche de soja.
Llevamos muchos años hablando de la necesidad de que se reconozca de una vez por todas y sin marcha atrás la heterogeneidad en la edad mayor, la diversidad de experiencias y situaciones, la diferencia como sello de identidad y, con todo ello, la imposibilidad de encontrar respuestas unívocas que sirvan para atender las múltiples y diversas necesidades de todas las personas.
La diferencia nos constituye. Somos seres biopsicosociales y las múltiples condiciones históricas de vida de las mujeres y los hombres nos sitúan en la vejez con unos recursos internos y externos muy dispares. Tenemos características diversas en múltiples facetas: en las opciones sexuales, las historias afectivas, culturales, religiosas, económicas y educativas, que nos hacen profundamente desiguales, o simplemente por el mero hecho de que hemos vivido unas trayectorias personales que nos hacen singulares.
Identificar la diferencia no es tarea fácil. En el tema que nos atañe, requiere que el personal geriátrico disponga de la firme resolución de mirar, y además ver, a la persona que tiene delante ―conocer su nombre, su pasado, su presente, sus deseos, sus rechazos, sus fortalezas y debilidades, su realidad familiar, económica, social, cultural―, para empezar; como condición básica. Lo cual significa que tiene que querer acercarse a ella, considerarla, como un ser único. Esto exige tiempo, dedicación, disposición para la escucha ―sin escucha no hay conocimiento― y voluntad de comprender.
Estas ideas me las ha inspirado la conducta y los planteamientos del neurólogo Oliver Sacks en su trabajo con personas con importantes problemas neurológicos que llevaban 30 y 40 años completamente ‘abandonadas’ en hospitales. Él partía de una medicina cualitativa, en la que primaba la escritura, la observación, la descripción, la compasión y la imaginación, y descubrió que algunas de esas personas tenían personalidades intactas a su ser anterior y que, a pesar de que tuvieran diagnosticada la misma enfermedad neurológica, ninguna era igual a otra. A través del contacto, de la palabra y del reconocimiento de su individualidad lograba conectar con ellas y devolverlas a una cierta vida. Os recomiendo vivamente ver este documental, para comprender la profundidad de nuestra ignorancia y de nuestro hacer desdeñoso [Oliver Sacks, una vida. Documental de Ric Burns (2019), se encuentra en Filmin].
Todo tiene su recompensa en esta vida. De manera que este esfuerzo, este tiempo y esta mirada dedicada a una persona desconocida hasta el momento se convierte en una enorme fuente de enriquecimiento. Y solo a través de este conocimiento podemos diseñar las condiciones de vida que le permitirán vivir con dignidad, respeto, justicia y libertad.
Poner en práctica una forma de hacer implicada en la persona como ser único, conlleva una enorme satisfacción personal, porque nos permite demostrarnos que otra manera de relacionarse es posible, que la atención centrada en la persona es una necesidad asistencial y también personal, algo que crea un estilo de trabajo gerontológico que hace espacio a unas nuevas prácticas, a una escuela de intervención y acompañamiento de la que con el tiempo todos y cada uno de nosotros nos vamos a beneficiar. Y digo esto porque si hay algo que nos unifica ―siempre que no la palmemos por el camino― es la fragilidad en nuestra edad anciana, de la que podemos disfrutar si entre todos creamos un mundo respetuoso con lo que fuimos, somos y seremos.
Sí, sin duda alguna, las personas esconden mundos sorprendentes, respuestas sabias, desdramatizadas y lúcidas que nos invitan a apearnos del torreón de nuestra suficiencia ignorante. Sintamos curiosidad. Dejémonos sorprender por lo que creemos imposible. No vamos a estar siempre volviendo de todo, sumergidos en el pozo de la autocomplacencia acrítica, con la mente y la empatía anquilosadas.